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sábado

Carta abierta a "La Pua"

Esta "carta abierta a la pua" es un fragmento del prólogo a Veinte Poemas para ser leídos en el tranvía, de la autoría de Oliverio Girondo:

¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de nunbca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio. Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: "Yo no quiero optar, porque optar es osificarse. Yo no quiero tener una actitud, porque todas las actitudes son ostúpidas... hasta aquella de no tener ninguna"...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios ojos? ¿Encariñamiento con lo que despreciamos? No lo sé. El hecho es que en lugar de decidir su cremación, condescendemos en enterrar el manuscrito en un cajon de nuestro escritorio, hasta que un bien día, cuando menos podríamos preverlo, comienzan a salir interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez, como para ser admirados? ... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo: "¿Para qué publicar?" Ustedes no lo necesitan para estimarme, los demás...", pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nso replica: "Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de "americana", con la "americana" nuestra de todos los días..." Y yo me ruborizo un poco al pensar que acaso tenga fe en nuestra fonética y que nuestra fonética acaso sea tan mal educada como para tener siempre razón... y me quedo pensando en nuestra patria, que tiene la imparcialidad de un cuarto de hotel, y me ruborizo un poco al constatar lo difícil que es apegarse a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo que debieran publicar?... Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no aspiro a que babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos entán bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atricuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio -sinónimo de vida- no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.

Oliverio Girondo
París, diciembre, 1922.

lunes

La libertad de prensa por George Orwell

A continuación, un fragmento del prólogo de George Orwell a su novela Rebelión en la granja:

Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provocará en la mayoría
de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos
críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en el terreno político, sino en el
intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un
despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del
asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo.
Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da
importancia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro
porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara
del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces
más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años
demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala
literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.
El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de
opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los
ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y
preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la
respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión
ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis. De
todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no
se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto
grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero «libertad», como
dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las
palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a
decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos
de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener
pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no
impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos
inequívocos caminos. Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales
del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno
hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle -en parte quizá porque no está
suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su
defensa- sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho
a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad
científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser
menospreciada en la teoría y en la práctica.
Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el
liberal renegado.
Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad burguesa» es una
ilusión, mientras una creencia muy extendida actualmente argumenta diciendo que la
única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la
democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que
importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son
quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que
«objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras:
defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente.
(...)
Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos
totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra» ellos y no
«por» ellos. Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez
este proceso no se limite sólo a los fascistas.